El libro “El Monstruo de Frankenstein o el moderno prometeo” de Mary Shelley fue escrito muchos años antes que la tecnología destruyera los últimos Dioses tambaleantes de la mente humana y lo sustituyera por la visión científica. De manera que no se trata de una crítica simple hacia el poder de la ciencia — como se suele analizar — sino a los motivos por el cual el hombre utiliza el poder del conocimiento como arma. Durante siglos, el mundo se concibió así mismo como una gran mancomunidad donde la soledad era una virtual rareza y lo personal, una idea aún en construcción. Con la llegada de la primera mirada al mecanicismo, esa realidad se transformó en algo más: de pronto el talento era un reflejo de la identidad y el mundo, una combinación de esa presunción sobre lo intimo y lo privado. Y es entonces cuando Mary Shelley describe un mundo nuevo: una maravillosa posibilidad — el hombre que crea vida, más allá del misterio — y también, el horror de ese descubrimiento.
Se suele insistir que el libro es una fábula moral. Una percepción moralista y hasta sermoneadora sobre el antiguo debate entre las ciencias y la espiritualidad. Una compleja alegoría sobre el bien y el mal como extremos éticos en eterna discusión a la que Mary Shelley dotó con tintes de terror gótico. No obstante, al parecer la escritora también se basó en un ambiguo personaje del siglo XVII para reflexionar sobre la oscuridad del espíritu del hombre y sus intrincadas relaciones con el temor a lo desconocido. Johann Konrad Dippel, teólogo, científico, físico, químico, alquimista encarna casi al completo, la visión de Shelley sobre la búsqueda de la verdad científica y los límites de la conciencia del hombre sobre la incertidumbre. Con su obsesión por la búsqueda de la inmortalidad y la siniestra leyenda a su alrededor, Dippel parece ser el símbolo de una época descreída, extrañamente pesimista pero sobre todo, llena de una profunda ambición de conocimiento.
Dippel nació en el año 1673 y era hijo de un pastor Luterano, que le educó bajo una férrea formación religiosa. La obsesión del padre de Dippel por el dogma y la creencia era tan obsesiva como para obligar a su familia a pasar por largas temporadas de ayuno y penitencia, algunas tan duras que provocaron según rumores de cronistas de la época, la muerte del hijo menor de la familia. Aún así, Dippel pareció fascinado por el pensamiento religioso y en 1693 completó sus estudios de teología en la ciudad de Giessen. Para Dippel la religión era una forma de alcanzar conocimientos arcanos pero también, una expresión del heroísmo personal y espiritual. Poco a poco, la percepción de Dippel acerca de la religión como expresión de fe se transformó en una diatriba extrañamente compleja sobre el amor y el sacrificio. Bajo esa reflexión, el jovencísimo teólogo publicó varios libros con el seudónimo de Christianus Democritus. En los textos, Dippel insistía en la necesidad de desdeñar la religión en favor del amor al prójimo. Incluso, llegó a sugerir que el conocimiento científico era una forma de expresión de fe y de comprender “las obras de Dios”, teoría que le obligaron a huir de Holanda, Alemania, Suecia o Dinamarca, debido a la persecución de sus detractores. Su naturaleza independiente, polémica pero sobre todo crítica tiene un inusual parecido a la personalidad con la que Shelley dotó a su Víctor Frankenstein, cuya búsqueda de respuestas sobre la vida y la muerte tenía una estrecha relación con su necesidad de desechar el dogma católico. Tanto personaje como figura histórica, parecen obsesionados por una visión de la realidad en la que el hombre — y su circunstancia — es el centro de todo conocimiento.
No obstante, las similitudes no terminan allí y de hecho, se hacen más profundas y tétricas. Además de su férrea convicción de que las creencias tradicionales debían desdeñarse en una fe mucho más libre y personal —aspecto que comparte con el Victor Frankenstein literario — Dippel estaba obsesionado con aprender alquimia y quiromancia. Con el tiempo, abandonó la disertación teológica y dedicó buena parte de sus esfuerzos a todo tipo de experimentos científicos, basados en gran medida en textos ocultistas que comenzó a recopilar con obsesiva meticulosidad. Sus variados experimentos le permitieron descubrir en el año 1704 el llamado “color azul berlín”, mérito que comparte con Heinrich Diesbach, con quien se asoció para crear una fábrica textil en la ciudad de París. El triunfo comercial le permitió liberarse de sus ataduras económicas y dedicarse por completo a sus particulares inquietudes: en 1711 logra un grado como médico en Leiden y continúa sus insistentes investigaciones sobre el sueño alquímico. De la misma manera que el Víctor Frankenstein literario, Dippel dedicó largos meses a la búsqueda de una respuesta a su incertidumbre sobre la naturaleza del hombre, su existencia y sobre todo, la noción sobre la permanencia de la conciencia humana después de la muerte.
No hay una fecha clara acerca del momento en que Dippel trasladó sus experimentos al castillo Frankenstein, propiedad de la familia Von Breuberg y construido en el año 1250, como parte de un intento del Noble por levantar una estructura más moderna sobre las ruinas de una construcción más antigua. Del único hecho del que se tiene constancia clara, es que Dippel conocía el castillo desde la niñez y que había estado obsesionado con la colina en la que había sido levantado. Se sabe de al menos una carta que envió a uno de sus amigos en Alemania, en la que describe a la Torres del lugar como “portentosas” y más de una vez, señaló que era un símbolo de su región natal. Pero al regresar convertido en adulto, su anterior fascinación se convirtió en la única obsesión de comprobar que con una misteriosa combinación de métodos científicos y conocimientos ocultistas se podía alcanzar la inmortalidad.
Son quizás sus extraños métodos de investigación lo que dotan de un inevitable aire tenebroso a la leyenda a su alrededor y le emparentan de manera directa con la historia escrita por Mary Shelley. El científico mezclaba órganos y huesos animales en una masa informe semi-líquida, que luego filtraba en tubos de hierro y depuraba por diversos métodos de destilación que Dippel aseguraba tenía propiedades estimulantes e incluso, afrodisíacas. No obstante, Dippel usaba la extraña fórmula para perseverar en su intención por encontrar la inmortalidad. Sus intentos se hicieron cada vez más extremos: hacia el año 1730, Dippel comenzó a robar cadáveres del cementerio local para intentar encontrar el secreto de la vida. Los últimos años de su vida son una compleja mezcla de leyenda y datos inciertos sobre su locura, su larga reclusión en el sótano del castillo y por último, lo que parece ser una serie de tentativas desesperadas por reanimar cadáveres a través de métodos científicos y el uso de sus mezclas químicas. De la misma manera Frankenstein, Dippel luchó a solas, rodeado de trozos de cadáveres en un intento por descubrir los mecanismos de la muerte y cómo revertirlos. Y también como el personaje literario, llegó a perder la cordura a medida que fallaba en sus intentos y procedimientos. En el año 1733, el párroco del pueblo escribió una carta a un corresponsal privado, en la que aseguraba que “Dippel estaba obsesionado con lo profano y está a punto de perder su alma en su lucha contra la oscuridad”.
Las palabras del sacerdote resultaron proféticas: 25 de Abril de 1734, Konrad Johann Dippel fue encontrado muerto en su laboratorio, rodeado de trozos de cadáveres y hojas repletas de apuntes incomprensibles sobre su trabajo. Había muerto envenenado: llevaba entre las manos una copa con uno de sus elixires y el médico que la policía para explicar el extraño aspecto del cadáver — labios ennegrecidos y cubiertos de espuma, manos retorcidas en un insólito gesto de agonía — aseguró que sin duda la mezcla de restos de despojos humanos y minerales, debía de haber resultado letal. No obstante, el pueblo que circundaba el castillo se aterrorizó con el hallazgo de los macabras investigaciones de Dippel: se decía que el alquimista había firmado un pacto con el diablo para conocer lo secretos de la muerte y que este le había engañado, arrebatándole el alma a través de la boca. Tal vez por ese motivo,cinco días después, el sótano del castillo ardió en llamas sin que nadie interviniera para evitar la destrucción del laboratorio de Dippel y sus posibles descubrimientos. Al igual que Victor Frankenstein, Dippel se hundió en la ignominia y en el terror, víctima de su propios excesos y terrores.
¿De que escribe Mary Shelley en Frankenstein? ¿Sobre una época que se encontraba al borde mismo de una ruptura histórica? ¿Qué se esconde realmente bajo esa monumental visión sobre lo bueno y lo malo, lo temible y lo bello? ¿Que ocurre debajo de esa aparentemente inocente visión de un monstruo benigno que lucha contra el horror que prodiga sin desearlo? ¿Que aspiraba Mary Shelley a crear, como un moderno Prometeo de la palabra, en esa declaración de intenciones tan profunda como dolorosa? ¿Se trataba de un símbolo alegórico o la mirada compasiva de la literatura sobre la vida de un oscuro personaje obsesionado hasta la locura con el conocimiento? Quizás nunca sabremos con exactitud los vínculos que unen a la obra de Mary Shelley con la historia de Konrad Johann Dippel. Pero en ambas historias hay una crueldad subyacente en lo que se cuenta, que parece impregnar todo, que destruye la ilusión de solemnidad que abarca la visión del autora e incluso la desborda. Una breve ensoñación sobre el poder del hombre y a la vez, su fragilidad. De los terrores y la oscuridad de la mente humana que tanto Johann Conrad Dippel como Victor Frankenstein parecen encarnar con escalofriante detalle.
La obra de Mary Shelley ha sido adaptada multitud de veces, podéis adquirir algunas de las mejores, como la película de Boris Karloff o la versión ilustrada por Bernie Wrightson, cuyos fragmentos acompañan este artículo, desde Amazon.